Estas notas sobre la evolución y
significación de la mesa a través de la historia se refieren a las relaciones
sociales que suscitan las comidas o los banquetes, a la preparación, pompa y
protocolo de los mismos, al clima que llega a crearse en ellos que siempre, o
casi siempre, suele ser favorable. Creemos que aparte lo que representa la mesa
en la vida del hogar, es la comida una de los instantes fundamentales de
nuestra existencia cotidiana. Es importante la función primitiva de las grandes
mesas de la antigüedad, en Asiria y Babilonia. En la religión egipcia y en
otras antiguas religiones, la función de la mesa fue estrictamente sacra, es
decir, aquella que invocaba las relaciones con el más alla, con los dioses, los
espíritus y con sus liturgias y rituales.
Los simposios
griegos sin mujeres
Como tantas cosas
de nuestra civilización, la institución de la comida política, amistosa o
comercial y sobre todo la sabia, se inicia en la mesa de la Grecia clásica.
Parece ser que de las ciudades – estado de Grecia, las clásicas “polis”, fueron
los espartanos los primeros que celebraron banquetes de tipo político e incluso
intelectual. Esta costumbre se extendió en otras ciudades, sobremanera en
Atenas. Bien pronto se impuso entre los ciudadanos y las instituciones, y
cualquier pretexto era bueno para hacer un symposium. De hecho la palabra
symposium etimológicamente significaba reunión de bebedores, que bien pronto se
convirtió en una comida acompañada de vino, naturalmente.
Como hemos
señalado, todo era válido para la organización del symposium. La fiesta de
familia, las celebraciones de una ciudad, el éxito conseguido en un negocio o
en un concurso deportivo, musical o teatral, la llegada o partida de un amigo.
Distinguieron perfectamente los atenienses la comida destinada únicamente a
satisfacer el hambre, la alimentación diaria, de la reunión en que se bebían
copas de vino, imponiendo toda clase de distracciones o de discusiones.
En un buen
principio, estos banquetes griegos eran tan solo masculinos. Es decir, las
mujeres libres estaban rigurosamente aparte y solo aparecían del sexo femenino
las sirvientas. Músicas, bailarinas o cortesanas. Que como es natural, servían
para distraer a los comensales, pero no comían con ellos. En estos banquetes se
nombraba un jefe de mesa, el “symposiarca”, que era a veces el anfitrión, pero
muy a menudo se sorteaba este cargo efímero y honorífico. La función principal
de este personaje era fijar las proporciones de la mezcla del vino y agua y decidir
cuántas copas cada comensal debía vaciar. El symposiarca tenía que ser
obedecido a ciegas y quien faltaba a sus órdenes se sometía a pequeños y
divertidos castigos, bailar desnudo o llevar en brazos a una flautista dando
vueltas a la mesa del banquete.
Pero lo importante
es que dirigía las discusiones, la polémica, donde los griegos hacían gala de
su inteligencia, de sus formidables dotes analíticas y dialécticas. Así, no es
de extrañar que bien pronto apareciera una literatura de banquetes, es decir
que la filosofía, la política, los negocios, se trataran en ellos, e incluso
que recibieran una forma literaria. A este género se le llamó precisamente
symposium. Entre las grandes piezas está la de Platón, la de Jenofonte, los
banquetes de Plutarco y el célebre “Banquete de los sofistas”, del gramático
Ateneo de Naucratis. Si el de Platón y Jenofonte son políticos y filosóficos,
el de Plutarco es histórico y el de Ateneo de Naucratis se ha convertido en la
gran fuente de conocimiento de toda la gastronomía helénica.
La mesa romana,
símbolo de poder
Roma heredó en gran parte la tradición de
deliberar en la mesa, de solucionar en ella las cosas importantes. La
literatura de banquetes que van desde el que describe el poeta Horacio, hasta
el de Petronio el Satiricón son banquetes gastronómicos más o menos
placenteros, pero también existen los políticos y por poner un único ejemplo
aquel en que se decidía el asesinato de Julio César presidido por Bruto y
Casio.
Quizás inventaron
los banquetes conmemorativos y exhibicionistas los que afirmaban el poder de la
fuerza política. Así pues, sabemos de un banquete sacerdotal y político
celebrado en el año 74 antes de Jesucristo para solemnizar la toma de posición
de un pontífice máximo que fue de una abundancia extraordinaria.
Asimismo el de
Julio Cesar cuando fue elegido al consulado. No puedo resistir citar el
catalogo fabuloso y variado de aquel menú que senadores y patricios devoraron
tendidos en “triclinium”: Los entremeses se presentaron en un retablo de erizos
de mar, ostras frescas a discreción, dos clases de almejas, tordos con
espárragos, gallinas cebadas, pastel de ostras y mariscos, dátiles de mar
blancos y negros; luego venían diversos platos de pescado o de pequeños
pajarillos como papahigos y hortelanos, riñones de ciervo y de jabalí, aves
empanadas. Los grandes platos, o sea, las piezas de respeto eran: cuarto de
cerdo, pastel de lo mismo, diversos asados de jabalí y de pescado preparado de
formas distintas, liebres, aves asadas. Siento no poder dar referencia de los
postres, pues no la he encontrado en el texto. El cronista los debió desdeñar,
pero no los cocineros ni los comensales. El lujo ostentatorio romano que se
acentuó en la época del Imperio, Nerón, Vitelio, Heliogábalos, que fueron unos
organizadores de banquetes espectaculares y suntuosos. La mesa en ellos fue el
lujo por el lujo.
Los bárbaros
comen sentados
Ante las sucesivas oleadas de los bárbaros
invasores, la civilización romana se hundió estrepitosamente. Por otra parte la
revolución total y profunda que representó social y religiosamente el
cristianismo hizo que también las costumbres cambiaran. La Europa de la Alta
Edad Media en occidente, a pesar de su herencia romana, tan visible, fue
completamente distinta a la civilización material que le había precedido. Las
glorias del lujo, de la dilapidación, de la fastuosidad, pasaron al imperio de
Oriente. Contastinopla fue heredera si no de las inmensas riquezas de la roma
imperial, si de su envoltura externa, de su nervio comercial, de su capacidad
de fantasía.
Entre esta envoltura externa, estaban,
evidentemente, los placeres de la mesa que, como señalamos anteriormente,
residían en la cosmópolis que era Roma, en sus riquezas y sobre todo en ser el
centro del comercio de todo el mundo antiguo. No obstante, en lo que se refiere
a la civilización material, las dos civilizaciones, la de los invasores y los
restos de la estructura romana, coexistieron. Luego, los galo – romanos, los
hispanos – romanos, los italianos, todas las opulentas provincias del Imperio
se fraccionaron en diversos reinos y si las cortes bárbaras más ambiciosas, en
sus momentos imperiales, como las de Carlos Magno, mantuvieron un cierto boato
e imitaron hasta cierto punto la suntuosidad y los rituales de los banquetes de
la antigua Roma y Bizancio, el sosiego orgulloso y natural de aquel lujo no
volvió jamás a renacer. El empobrecimiento de la agricultura, la quiebra del
comercio, las costumbres rudas y violentas, las austeridades de la Iglesia y
las luchas constantes entre los diversos pueblos invasores y los reinos que les
sucedieron, acabaron totalmente con aquella cocina artificiosa, con las
tradiciones agrícolas, con la memoria de los tiempos pasados.
Gastronómicamente hablando fueron los
bizantinos quienes se aposentaron, como dueños dorados y solemnes, en el
ceremonial misterioso y barroco de las grandes mesas imperiales. Salvaron
platos, conservaron recetas, derrocharon condimentos y especias, en el reino
subterráneo y vasto de sus cocinas. Constantino el Grande ocupaba un situal
elevado, cuajado de piedras preciosas e impuras, la cabecera del banquete. Fue
el primer romano que comió erguido, como los bárbaros, sentado, hierático. Como
un icono. Renunció a la romana molicie de comer reclinado: era un símbolo.
Por otra parte, la transformación se ve en
las descripciones históricas. La cocina romana era una cocina de carne picada,
de maceración, de picadillos, de purés, de croquetas, de albóndigas y de
rellenos. Digamos que esto era muy útil y necesario dada la posición del hombre
romano que comía, como hemos señalado, recostado en la cama y que no podía
cortar, ni separar, ni trinchar.
La cocina medieval, bien al contrario es,
repetimos, de grandes asados. Por primera vez las grandes piezas ocupan un
lugar privilegiado, propio de los pueblos invasores, de las gentes errantes y
guerreras que son los vándalos, los alanos, los hunos, los visigodos, los
ostrogodos, los suevos.... Los nuevos
pueblos coexisten con los indígenas más o menos romantizados y toman pues
grandes carnes sangrantes de su rebaños, grandes asados de caza, y poseen una
agricultura escueta.